"Estoy experimentando lo que es la vida en el hospital. Me habían hablado de ella y lo compruebo por mí mismo. En cuanto a uno le admiten aquí, inmediatamente está deseando volver a su casa, como los perros que tiran de la correa para dar media vuelta cuando llegan al veterinario. Me siento como un chucho, de patas cortas y pelo sin brillo. Quiero mi cuenco, mi manta, mi hueso, mi cesta.
Quiero volver a casa.
Además, no soporto los olores del hospital.
No huele a limpio, huele a desinfectante, a productos de limpieza con aromas empalagosos para enmascarar los icores, los olvidos, los accidentes de cama, los pequeños horrores.
No huele a comida - a guiso hecho a fuego lento-, huele a rancho de cantina. Ni siquiera el café huele bien. Su aroma va rozando las paredes como un traidor en la sombra, se insinúa en los pasillos, las habitaciones, no de una forma nítida, ni auténtica, solapada. Y en la taza, confiesa claramente su debilidad, aparece con un color negro desvaído, una especie de pis de burro, recalentado, decepcionante.
Y en cuanto a las infusiones, no hay elección: siempre la espantosa manzanilla."
Unos días para recordar. Marie-Sabine Roger.
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