En esa época en la que jugábamos a todo menos a muñecas, conocí a una niña (a mis ojos) delicada, que nunca bajaba a la calle a darle patadas al balón o a correr con la bicicleta. No era del barrio. Venía de visita. Con la imaginación musculada por un exceso de lectura, yo imaginaba que era una flor de invernadero, un ser que no debía tocar el barro, ni recibir los rayos del sol pues podría marchitarse o llegar a desaparecer. No entendía aquella quietud sonriente. Siempre en el balcón, mirándonos jugar, quieta, formal. A veces, más febril aún mi visión de ella, la imaginaba presa de algún encantamiento propio de un hechicero del lejano Oriente. Serena, pálida, etérea .. y castigada al encierro por culpa de su hermosura.
Han pasado los años y sigue en mí esa sensación de ver en ella una princesa de otro tiempo. Alguien a quien cuidar, diferente al resto de todas nosotras. En otra vida, seguro, ella fue dama y yo el cuidador de ovejas que la admiraba al pasar. Y que estaría dispuesto a sacar su espada por salvar su honor.
Es diferente, por eso la he querido siempre, aunque no tengamos nada que ver.
Un beso a la coqueta de la cuadrilla. mjo
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